Tuesday, February 1, 2011

¿Un regalo de Navidad en febrero?


Ya sé por qué Felipe Bueno me llama periodista de marras… porque aparentemente soy de antaño. Quien lea mi blog dirá que olvidé el significado de la palabra ‘oportunidad’. Publiqué un artículo de Navidad en febrero. Plop. Y eso no es lo peor. El colmo es que lo hice a propósito. A sabiendas de que a muy pocos les interesará leer sobre un tema tan viejo como la Navidad. ¿Y si lo guardo para el próximo año? Pensé. No. En diciembre del 2011 seguramente estaré en desacuerdo conmigo. Como casi siempre. En fin.
Lo que escribo hoy es la continuación, o mejor, la respuesta a ese artículo ‘oportuno y novedoso’ que había escrito a comienzos de diciembre, fresquito para la llegada del 24. Allí hablaba del desconcierto que me da el intercambio de regalos. Hablaba de la nostalgia por las navidades de mi niñez, cuando el niño Dios llegaba con sus regalos y nadie se preocupaba por devolver el favor.
Anacrónico, lo sé. Pero no para mí, pues acabo de descubrir que sin dar nada a cambio, en diciembre recibí el mejor regalo de Navidad.
Hoy, 1 de febrero de 2011, mi familia está reunida en un hospital. Tíos, primos y amigos llevan seis días esperando lo inevitable: que mi tía Silvia descanse en paz. El diagnóstico: trombosis mesentérica. El tratamiento: esperar. A la tía sólo le quedan unas horas de vida preciosas, que se han prolongado más de lo que los médicos anticipaban. Yo no tengo la oportunidad de estar allá. No puedo darle un abrazo a mi papá. No puedo llorar con los primos que vivieron más cerca de ella. No pude verla sonreír por última vez.
Sin embargo, sin saberlo, recibí un regalo invaluable la víspera de Navidad: la vi bien y feliz rezando la novena del Niño Dios. Tuve la oportunidad de conversar con ella, de abrazarla y de quererla sólo porque sí. Aunque hablamos de su salud, en general tratamos los temas mundanos de siempre y compartimos, sin darles mucha importancia, unas meriendas únicas. Tomé varias fotografías, que consideré irrelevantes en el momento, pero que hoy muestran sus mejores momentos antes del final.
Claro que sus mejores momentos fueron siempre. Mi papá dice que nunca oyó una queja sobre la tía Silvia. Su soltería la dedicó, como dice San Pablo, a agradar a Dios… Y a su familia, porque quiso a sus sobrinos con un amor especial. Los últimos años los pasó entre clínicas y consultorios médicos debido a una leucemia que nunca superó. Sin embargo, mientras sufría los efectos de su enfermedad, cuidó desinteresadamente a sus sobrinos más cercanos y a los hijos de éstos, cuando empezaron a llegar.
Mi mamá aprendió de Akemi Oka, su amiga japonesa, que la vida es un encuentro. El niño Dios premió mi desilusión de diciembre con un regalo Divino: el último encuentro con una tía Silvia saludable y en paz.
Gracias niño Dios.

Cuento de Navidad



Érase una vez una niña que adoraba la Navidad. No sólo por los regalos que le traía el Niño Dios, sino por las actividades que ocurrían alrededor de la fecha: las vacaciones del colegio, los paseos a la finca de los tíos, la armada del pesebre, el ronroneo de los villancicos en televisión, los alumbrados en los balcones de los vecinos, el rezo de la novena de Navidad y, por supuesto, los bailes del 24 y el 31 de diciembre con los primos.
La niña creció y siguió fascinada con la fecha. Ni siquiera la universidad, los novios o el trabajo le quitaron importancia a la época. Si no había regalos, un par de medias y una chocolatina la hacían feliz. Si no estaba con toda su familia, una llamada y las memorias de otras fechas eran suficientes para celebrar de corazón. Inclusive en medio del invierno ruso encontró el gozo de la Navidad. De hecho, su espíritu navideño siguió intacto cuando Santa Claus, Frosty, el árbol de Navidad y las canciones sobre la nieve reemplazaron los villancicos y el pesebre de su infancia. De corazón, ella celebraba el nacimiento del niño Dios. O al menos eso era lo que ella pensaba antes de que un ‘cambio de circunstancias’ opacara su corazón.
Fiel al lema de “Al país que fueres haz lo que vieres”, se ajustó a las costumbres de su pareja y de su nueva familia. Sin pensarlo dos veces, cambió el baile del 24 de diciembre por una cena familiar el 25; se olvidó del traído del niño Dios y aceptó los regalos de suegros y cuñados como parte de una nueva tradición, e inclusive abrazó la simplísima idea de ver una película con su esposo mientras el resto del mundo celebra con besos y abrazos la llegada del año nuevo.
Sin embargo, de un año para otro todo cambió. Un peso incómodo se posó en sus hombros y la Navidad pasó de ser un tiempo de gozo a ser un tiempo de frustración. No es que las fotografías de los niños con Santa Claus le parecieran ahora forzadas y aburridas o que las salidas a ver los alumbrados se hubieran vuelto repetitivas. Había algo más. Mientras más lo pensaba, más le costaba descifrar el origen de ese peso. No era que le hicieran falta la natilla, el buñuelo y uno de sus tíos disfrazado de papá Noel; tampoco eran las decoraciones, porque ahora veía bellezas que antes ni siquiera podía imaginar. ¿Dónde estaba la diferencia?
Al fin, mientras buscaba cansada regalos para las personas en su lista, la respuesta llegó, como traído del niño Dios: el intercambio era lo que había dañado su espíritu navideño. La obligación implícita de comprar algo para cada persona que posiblemente le daría un regalo a ella se convirtió muy pronto en gesto desgastador y malagradecido. Aquello que era la alegría de medio mundo se convirtió en motivo de su agobio. Se vio deseando no estar en las listas de otros y hasta imaginando excusas para no ir a la cena del 25 de diciembre.
Al notar el cambio, su mejor amiga, esa que casi siempre se quedaba sin regalo, le recordó: “El pesebre, los calcetines en la chimenea, los aguinaldos y Santa Claus son solamente una excusa para abrir nuestro corazón al espíritu de la Navidad; sigue las tradiciones que más te gustan y tolera las demás”.
Aunque hoy trata de reconciliarse con los trajines inevitables de la fecha, todavía se pregunta: ¿Por qué le quitamos el trabajo al niño Dios?