Monday, August 21, 2017

Romanos, árabes y católicos en Segovia

En 2016, un grupo de arqueólogos estableció la fecha de la construcción del acueducto en el siglo II y no en el I. 


No importaba que hubiéramos visto ya el acueducto romano en fotos, en videos, en catálogos turísticos y en mapas. Nuestro primer encuentro con la muralla de arcos que se levanta en Segovia (España) nos dejó desarmadas. Mi mamá y yo nos tomamos de la mano y solo atinamos a sonreír mientras nos acercábamos a la mole de piedra que contrastaba con el azul profundo del cielo de un día de verano.
Gracias a una serie de coincidencias y oportunidades únicas, habíamos llegado a Salamanca hacía una semana para estudiar una maestría sobre la enseñanza del español como lengua extranjera. El plan original incluía solamente a mi madre, que había decidido hacer el curso hacía casi un año. A última hora, y sin mucho pensarlo, yo me anoté en una lista de espera y en marzo sorprendí a mi esposo con la noticia. Hacía años soñábamos con ir juntas a España, pero no teníamos un plan definido. Sin inconvenientes, nos encontramos en Madrid a finales de junio y de inmediato nos unimos a los cientos de estudiantes internacionales que deambulan las calles de Salamanca durante los meses de junio y julio.
Aquella mañana cumplíamos con parte de nuestra carga académica, que incluía tres excursiones por la región autónoma de Castilla y León, ubicada al noroeste de Madrid. Mientras los compañeros se ocupaban en perfeccionar selfis frente al acueducto, nuestro profesor y guía hacía un rápido recuento de las estadísticas de esta muestra de ingeniería romana del siglo II DC, que todavía funcionaría si se permitiera el paso de agua por su canal. Señaló los 166 arcos y sus columnas, que fueron levantados sin usar argamasa ni mortero; explicó que los canales, que llevan el agua desde la Sierra de Fuenfría hasta el Alcázar, tienen una longitud de 15 kilómetros, y que la parte elevada (que en su parte más alta alcanza casi 30 metros) ocupa solo 800 metros del casco urbano. Apenas empezábamos a imaginarnos la urbe romana, con sus soldados deambulando entre los íberos que, vencidos después de años de luchas, se empezaban a acostumbrar a las comodidades del municipia, cuando el profesor nos obligó a emprender el camino hacia el Alcázar de Segovia, ubicado al otro extremo de la ciudad antigua.
Casa de los Picos 
En el camino aprendimos sobre la herencia arquitectónica mudéjar, aquella que dejaron los árabes que vivían en territorios reconquistados por los cristianos. Su muestra más representativa son las fachadas esgrafiadas, es decir, decoradas en yeso con diseños geométricos. El ascenso por la calle Juan Bravo nos sorprendió con el paso de grupos musicales que bajaban desde la catedral hasta el acueducto. Mientras nos concentrábamos en los trajes típicos, los músicos y las bailaoras flamencas, el profesor procuraba explicar la importancia histórica de la Casa de los Picos, la iglesia de San Martín (con su pórtico y sus columnas románicas) y la plaza de Medina del Campo, cuya historia quedó enmudecida en nuestra visita por una gaita asturiana.

Vista de la catedral desde la Plaza Mayor 

Ya en la cima de la colina, a un costado de la Plaza Mayor, la catedral de Segovia se dejó ver en todo su esplendor. Nos dejamos guiar por el profesor, que señalaba los arbotantes, las bóvedas de crucería y los arcos ojivales como muestras de su estilo gótico tardío. En el interior, visitamos el coro, con sus enormes libros de cánticos gregorianos, y contemplamos sus capillas y museos. Por último, nos dejamos encantar con la leyenda de San Frutos, que el 25 de octubre de cada año pasa una hoja del libro sagrado que lleva entre sus manos.
San Frutos 
Finalmente, bajo el sol del mediodía español (es decir, a eso de las 2 de la tarde), llegamos al monumental Alcázar, el castillo medieval de Segovia que ha sido fortaleza, palacio de reyes y colegio de artillería. Desde el foso (sin agua y sin cocodrilos), hasta el aljibe ubicado en la parte más alta del castillo, cada habitación cuenta una historia sobre los reyes que la habitaron.

Artesonado en forma de galera 
Durante el recorrido aprendimos que el rey Alfonso X, el Sabio, pasó allí temporadas escribiendo sus tratados de astronomía; que Isabel la Católica se hospedó en las habitaciones reales antes de ser proclamada reina de Castilla, y también que sus últimos habitantes fueron los reyes de la casa de Austria, cuando el palacio se convirtió en una prisión del estado. Afortunadamente, en los últimos años se restauraron los artesonados, esos techos de madera decorados con lujo de detalle por artistas árabes, y las habitaciones que algún día mostraron el poderío del reino. La Sala de Reyes, que en su artesonado incluye estatuas de los reyes de Asturias, Castilla y León, es una obra de arte única, así como el cuadro de la coronación de Isabel, que representa a los personajes sin ojos para conmemorar la festividad de Santa Lucía.
Los reyes de Castilla tienen su estatua en el Alcázar. 
Como buenas estudiantes salmantinas, mi mamá y yo volvimos a contemplar el rico legado de la corona española y luego nos sentamos en el parque de la reina Victoria Eugenia a recrear la vida en la Segovia de los romanos, de los árabes y de los reyes católicos.

El Alcázar fue construido durante varios siglos, por lo cual no tiene un estilo definido.  

Friday, January 6, 2017

Impresiones de un viaje alrededor del mundo en 1957


Hace ya un buen tiempo recibí un pequeño tesoro envuelto en un sobre de Manila de esos que ya no se ven: suave, casi brillante, con fibras que sobresalen del papel como si fueran cabello de ángel. Para completar el encanto, el sobre venía sellado con una cuerda delgada envuelta alrededor de dos círculos de cartón.
Adentro había un cuadernillo escrito a máquina, y en letras subrayadas mayúsculas se leía el título:
Diario de mi Viaje a Europa 
Al entregármelo, mi mamá me habló de su abuelo Rubén Velásquez, padre de siete hijos y administrador de la empresa familiar que gestó su mamá Bibiana en las montañas de Abejorral Antioquia.
― ¿Te imaginas al abuelo Rubén sentado en su habitación de hotel o en una casa de sacerdotes escribiendo cada noche lo que vio en Lisboa, en Zurich, en Roma y en Jerusalén?
Mi mamá creció en la casa de sus abuelos y durante años observó el funcionamiento de la cooperativa familiar. Los viernes y los sábados veía llegar al patio de la casona las mulas cargadas con la cosecha de las fincas de los tíos abuelos, que se repartía entre los grupos familiares. Lo que sobraba se vendía en el mercado, y con las ganancias se ayudaban a mejorar sus fincas y cultivos. A los 60 años, después de trabajar toda una vida en el cultivo de la caña y del café, Rubén Velásquez se embarcó en un viaje por Europa y Tierra Santa. Sus impresiones del viaje quedaron en este diario, que tiene unas treinta hojas, delgadas y pequeñas, que miden la mitad de un papel tamaño carta. Apenas empecé a leer, lo imaginé atento y dispuesto a escuchar más que a hablar. Al pasar las páginas, casi que lo oía tecleando, comprometido a dejar testimonio de una jornada memorable.
Rubén Velásquez, en el centro de la fotografía, posa para un retrato familiar. 

Aviones, trenes y subterráneos
El diario comienza con el viaje de cuatro horas por la carretera destapada que separa a Abejorral de Medellín. El bisabuelo se despide de su familia y se embarca en el primero de los 11 aviones que tomaría durante el viaje, este con destino a San Juan de Puerto Rico. Sin mucho detalle, indica que en la isla tomó otro avión, Super Constellation, con destino a las islas Azores de Portugal.
Entonces comenzó su travesía por el viejo mundo: Pasó un día en Fátima, para visitar a la virgen; visitó Oporto, Praga y Lisboa, ciudad natal de San Antonio de Padua. Allí vio los coches lujosos de los reyes de antaño y la casa donde nació y vivió el santo de su devoción.
De Lisboa viajó en tren a Madrid, donde observó en detalle la opulencia del Escorial y la antigüedad de la ciudad de Toledo. Otro tren lo llevó hasta Lourdes, donde participó en una procesión conmovedora, con "millares de cirios como un cielo tachonado de luceros en movimiento".
Su travesía en tren continuó por Niza y Marsella, donde vio playas hermosas y puertos imponentes, y luego Roma lo recibió con su presencia imponente.
Un viaje larguísimo en tren lo llevó a Asís, y otro lo condujo hasta el puerto de Nápoles, donde tomó un ferry para visitar la isla de Capri.
El cuarto tramo en avión lo llevó a Atenas, donde vio los "vestigios de ciudades enormes y toda clase de templos dedicados a los dioses". De nuevo tomó un avión, este para Beirut, capital del Líbano, "donde la moneda es la piastra". El avión hizo una escala corta en Damasco y sobrevoló el desierto de La Palestina para llegar a Jerusalén.
Después de seis días de contemplación, desde la Palestina volvió a Italia, esta vez a Milán, con su catedral monumental, a Turín, a visitar la Sábana Santa y la casa de San Juan Bosco, y "hasta visitó un zoológico donde había un elefante que hacía función". Según su recuento, los viajes en tren por toda Italia fueron eficientes, pero agotadores.  
En avión llegó a las ciudades de Zurich, Francfort y París. Sus descripciones hablan de ciudades modernas, con gran variedad de comercio y una arquitectura impresionante.
Camino a Nueva York, el bisabuelo describe como "interminable" la noche de 17 horas que vivió en el avión. Lo que más le llamó la atención de la ciudad fue la variedad de medios de transporte, incluyendo tranvías, buses, trenes de cercanías y por supuesto el metro, que lo dejó asombrado con su capacidad de mover tanta cantidad de gente.
Del aeropuerto La Guardia en Nueva York voló a Jamaica y finalmente, después de siete semanas de viaje, aterrizó en Medellín.

Tierra Santa
De las descripciones del bisabuelo, las más detalladas son las jornadas en la Tierra Santa. La noche de su llegada, el y un grupo de sacerdotes con los que viajaba participaron en una procesión nocturna en la cual los hombres llevaban cirios al entrar al Santo Sepulcro.
Con lágrimas en los ojos, contempló emocionado la capilla del nacimiento. La visita a cada iglesia (todas levantadas en lugares santos) lo invitaba a meditar en los pasos de Jesús y de su madre en la tierra. Además de describir misas, procesiones y recorridos, incluye en su diario los pasajes de la Biblia que más lo conmovieron durante su visita.
En Jerusalén vio el calvario, la mezquita de Omar y Silac, la casa de Poncio Pilato, la casa de Santa Ana, la piscina probática y el muro de las lamentaciones.
Visitó Samaria, Belén, Getsemaní, la capilla del padrenuestro, la tumba de Lázaro, Jericó y el mar muerto. “Los países de la Palestina son todo desierto. Nada producen”, concluyó.
Dos páginas del diario describen el trabajo de la comunidad franciscana en la región. El abuelo incluye fechas y datos específicos sobre la llegada y el trabajo de la comunidad en Tierra Santa. Según sus averiguaciones, los franciscanos mantienen 42 lugares sagrados exclusivamente con las limosnas que reciben de los peregrinos.  

Ciudadano del mundo
De los seis días que pasó en Roma, destaca dos visitas a Castelgandolfo, la residencia de verano del Papa. Según sus averiguaciones, en Roma hay doce mil salones llenos de arte y 1500 iglesias de la antigüedad, sin contar las modernas. En Asís vio la gruta donde San Francisco hacía penitencia y también el cuerpo incorrupto de Santa Clara. En Atenas visitó la Acrópolis, el templo de Zeus, Euse y el museo de Atenas.
En Zurich, Suiza, compró relojes y recorrió una ciudad moderna; En Francfort, Alemania, usó marcos para comprar la máquina de escribir portátil con la que terminó el diario y en París vio los monumentos, navegó varias horas por el río Sena y hasta visitó al embajador de Colombia en Francia, con quien tenía alguna relación. La tumba de Napoleón tiene párrafo aparte. Después de opinar su imponencia desmedida, cuenta en detalle la relación entre Napoleón y el pontífice romano al que desterró.
Además de hablar de lo sagrado, el bisabuelo usa su diario para registrar la moneda de cada lugar que visita, y el precio del cambio con respecto al dólar. Atenas, París y Nueva York le parecieron las ciudades más caras. Usó dracmas, francos y dólares para comprar regalos, y pareciera que la comida no lo impresionó, pues casi ni menciona lo que comió durante el viaje.
En otro aparte dice el abuelo: tratándose de la belleza femenina, resaltan Francia, Alemania y la Judea. Admira uno la grandeza de Dios que ha hecho seres tan perfectos y de tremenda belleza.
Las últimas páginas del diario incluyen sus reflexiones sobre Tierra Santa. En el último párrafo enumera los 16 países que visitó y termina así: “Gracias a Dios por haberme concedido la gracia que tantos años hacía que yo anhelaba y que será para mí de imperecedera memoria”.