Tuesday, July 26, 2011

Una aversión inconveniente


Voy a decir que esta aversión a los aviones empezó cuando a mi hermano menor le diagnosticaron un cáncer linfático. Fui a visitarlo en medio de sus sesiones de quimioterapia, aprovechando mis vacaciones de Navidad. Pudo haber sido que el viaje no fuera tan suave como de costumbre o, más probablemente, que la ansiedad me hiciera sentir cada movimiento del avión como una violenta turbulencia. El caso es que llegué a mi destino empapada en sudor, con las manos temblorosas y con la vergüenza de haber apretado el brazo de mi compañero de viaje en repetidas ocasiones.

Seis meses después volví a casa para visitar a mi hermano, que gracias a Dios está bien, pero tristemente noté que el miedo al viaje se quedó en un rincón de mi conciencia.

No pertenezco a ningún club de viajeros frecuentes, pero conozco la rutina en los vuelos comerciales y puedo contar como exitosas un par de experiencias en vuelos transatlánticos. Sin embargo, desde el pasado mes de diciembre, volar se convirtió en una actividad agotadora.

A diferencia de la gran mayoría, lo que me trasnocha no es el llanto de un niño, el ronquido del vecino o el hedor de los baños después de un rato de vuelo. La molestia está en mi mente, que se enciende a la par del motor del avión y que en lugar de llevarme a destinos paradisíacos me arrastra por todos los escenarios posibles de catástrofes y accidentes aéreos de los que tengo memoria.

A medida que el avión despega, mi mente comienza a elaborar tres conversaciones simultáneas: en la primera oigo llantos, veo explosiones y siento los golpes de la caída que nos espera. En la segunda escucho mi voz, tratando de convencerme de que me calme, pues no hay razones para tener pánico. A través de la tercera línea oro. Trato de comunicarme con ese Dios que me va a llevar segura a mi destino, que me va a tranquilizar y que va a conseguir que deje de pensar en tantas tonterías.

Cuando ninguna de estas estrategias funciona, leo. Intento poner atención a la película de turno. Converso con mis compañeros de viaje. Cierro los ojos y oro de nuevo. Repito. Cuento las horas para que el viaje termine. El anuncio del descenso me da una alegría inmensa, pero también me recuerda que la mayoría de accidentes aéreos ocurren durante el aterrizaje. Respiro tranquila y hago mi última oración después de que el avión toca tierra.

He leído múltiples versiones de artículos sobre seguridad aérea; varios vecinos de vuelo me han repetido que no hay de qué temer; incluso mis familiares dudan del temor que profeso. Es más, mientras escribo estas líneas reconozco que se trata de un temor infundado y seguramente pasajero, pues tiene causas muy diferentes al ejercicio de subirse a un avión.

No sé cuándo será mi próximo viaje. Sólo sé que con miedo o sin miedo seguiré tomando el riesgo de volar cada vez que se me presente la oportunidad.