Han pasado apenas cuatro horas en el turno de la noche
y ya has cambiado las sábanas del paciente de la 27 tres veces. "Voltéese para este
lado", le dices. Con cuidado, pero con toda la rapidez posible, vas
doblando las sábanas empapadas. "Sí, yo sé que tiene una
herida abierta, no se preocupe". Lo reconfortas, pero bien sabes que te
faltan años para perfeccionar la técnica de
pasarlos de un lado a otro sin lastimarlos. Desde el espejo del baño puedes ver
reflejada su cara de dolor y también tu expresión de incomodidad y miedo.
Debiste haber esperado un poco más a ver si te
salía aquel trabajo en la escuela pública. Sí, ya sabías que algún día te tocaría cambiar sábanas, limpiar heridas, levantar cuerpos. Pero ni te
habías imaginado haciéndolo a este ritmo y sin la ayuda de los enfermeros
del hospital universitario.
Hace ya un buen rato descubriste que más que ver y
oler los desechos, lo que te molesta de este paciente en particular es el
quejido constante que sale de su habitación. Por más que te
alejas, lo oyes. Aunque estés en el otro lado del pabellón o en el
cuarto de descanso, alcanzas a oír su llanto entrecortado. Pareciera que los pasillos
oscuros no dejan ir el lamento, de la misma manera que aprisiona el olor a
desinfectante y alcohol. Ya le diste su dosis de calmantes, pero te das cuenta
de que hasta dormido se queja. No te había tocado un
paciente así: tan corpulento y tan quejumbroso. Por su historial
deduces que esta semana te tocará cambiarlo al menos 15
veces más. ¿No podrá el doctor de turno aumentar la dosis de antidiarreico?
"Ojalá que no despierte a los demás", te
dices en un susurro mientras arrastras tus pies por el pasillo mal iluminado. A
medio camino te encuentras de nuevo con la mamá del chiquillo
de la 20. Esta es la segunda vez que te llama. Prefieres no entrar, porque quizás llores otra
vez. Te salen lágrimas solo con pensar en aquel niñito, con esas
quemaduras en el pecho, las manos y los pies. Al igual que la mamá, tú quieres
calmar su dolor, pero sabes no hay nada que hacer. Ya limpiaron las heridas al
anochecer y solo queda esperar.
Se te viene a la mente la lista de olores que hiciste
cuando ibas a la facultad. Él había dicho que el olor de la piel quemada puede durar
semanas. Por fortuna, mañana lo trasladan al hospital infantil. Allí al menos
aumentarán su dosis de calmantes sin tanta discusión. Mientras
ves caer las lágrimas de la madre, calculas que tal vez en tres años este niñito vuelva a
tener una vida medianamente normal.
Mientras revisas las máquinas de los
pacientes que duermen, notas que faltan 4 horas para el amanecer. Aunque tiene
sus desventajas, lo bueno del turno de la noche es que a ratos puedes sentarte
a descansar.
Mientras te recuestas en el sofá del rincón viene a tu
memoria la imagen de mamá, con su falda blanca, sus medias veladas y zapatos
que le hacían juego... y su sonrisa. Pensabas que el de las enfermeras era un
trabajo maravilloso. No estás segura si mamá amaba su
trabajo o si sonreía por verte a ti, tan chiquitita y queriendo ser como ella.
Cómo quisieras tenerla presente para preguntarle, para
reclamar, para pedirle una explicación. Pero no. Ni puedes devolver el tiempo
ni puedes descansar. Se acerca el
fin del turno y los pacientes te hablan desde los aparatos conectados a su
boca, a sus pulmones, a sus brazos. Oyes un quejido. Es el paciente de la 27.
Hora de revisar las sábanas empapadas.
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