Son las 9 en punto
y, como cada noche hace 35 años, la hermana Constanza abre el portón del internado para darle una
última mirada a la calle desierta. Lo vuelve a cerrar y empieza a revisar que
puertas, ventanas y habitaciones estén cerradas con llave, y que las 52
internas del colegio estén listas para la oración de la noche.
Mientras camina, un
enorme manojo de llaves choca con el rosario que cuelga de su amplia cadera.
Así comienza la rítmica rutina nocturna: clin, clin, ¡tas! Clin, clin, ¡tas!
Con el sonoro andar, se escucha también un murmullo con el cual la monja
desgrana las imperfecciones de la jornada. “Cecilia la pagará el día del juicio
final porque el que no respeta la autoridad, no tiene temor de Dios”. Clin,
clin, ¡tas!, clin, clin, ¡tas!
“Y Ofelia que se cree
tan santa. Hay que verla riéndose de las vulgaridades que hablan las de décimo
grado. Qué mal ejemplo”. Clin, clin, ¡tas! Clin, clin, ¡tas!
Al ritmo de sus pasos,
la hermana Constanza menea la cabeza. Luz Ángela, Beatriz Eugenia, María Elena.
Con cada movimiento repite el nombre de las internas que le han dado problemas.
De cuando en cuando, el clin de las llaves cesa, mientras que automáticamente,
la hermana se acomoda el velo marrón del que escapan unas cuantas canas.
En esos años, solo tres
internas se han atrevido a violar su toque de queda. Después de verse
descubiertas por las gafas de marco negro y grueso de la hermana Constanza,
todas comparecieron en audiencia con la madre superiora y enfrentaron una
costosa suspensión.
Así, Constanza recorre
los pasillos del internado de la ciudad, que hace tres décadas y media alberga
a las hijas de los campesinos que llegan a terminar su bachillerato en el
colegio de monjas de la capital.
Clin, clin, ¡tas! Como
hace 35 años, la hermana Constanza llega a la primera pausa en su rutina para
darle las buenas noches a su Señor. Los zapatos negros de goma rechinan cuando,
despacito, entra a la Capilla del Redentor. Su ceño, que tiene una arruga
profunda en medio de las cejas, se relaja al ver la imagen de Jesús resucitado.
Da unos cuantos pasos y se pone de rodillas. Tilín, tilín, tilín. El manojo de
llaves hace ahora un ruidito de campanas, pues ya no choca con el rosario sino
con las baldosas enceradas del santuario.
Con los ojos cerrados,
la hermana Constanza deja de sacudir la cabeza y, donde antes había una mueca
de reproche, se esboza ahora una serena sonrisa. De sus labios ya no sale un
murmullo de desaprobación sino una rítmica oración. El altavoz del internado se
ha encendido y la plegaria de la noche arrulla a sus habitantes. Constanza
escucha, repite y espera. Al ritmo de los avemarías, se da golpecitos en el
pecho y piensa en las oportunidades que aquel día perdió para hablar de su fiel
Señor. Una a una, aparecen en su mente las niñas de las que antes se quejó. Una
a una, las envuelve en una blanca manta imaginaria y, en su corazón, las envía
al cielo para que el Altísimo las llene de bendición.
Cuando el altavoz vuelve a silenciarse, Constanza
renueva su recorrido a paso acelerado. Cierra la cocina con su alacena
rebosante; revisa el auditorio y cada uno de los escondites que las niñas
suelen usar. Finalmente, cuando se acerca al gimnasio, acalla el puñado de
llaves con sus manos regordetas. Mira para todos los lados y se asegura, con
especial cuidado, que la puerta esté atrancada. Una vez adentro, se calza unos
patines viejos que esconde en el armario del entrenador y allí, dándole vueltas
a la cancha de baloncesto, pasa la hora más feliz de la jornada. En 35 años, su
balance y su resistencia han aumentado de manera exponencial Mientras se desliza
sobre la cancha, ora para que su compasión y su paciencia logren en su alma lo
que las horas de patinaje han obtenido con las piernas contorneadas y
musculosas que se esconden bajo su falda.
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