Era
la última noche de nuestras vacaciones. Mis padres, mi hermanita y yo nos
preparábamos para dormir en la habitación principal de una vieja hacienda. Mi
mamá y Olivia ya estaban con las cobijas encima. Mi papá seguía recostado en un
sillón de cuero negro que quedaba al otro extremo del cuarto. Sostenía una
compresa de hielo en su pierna izquierda, porque esa tarde lo había golpeado un
ternero y casi no podía caminar. Un fuerte viento se colaba por las rendijas de
la puerta, y a través de las ventanas de madera escuchábamos su silbido, que
advertía de la llegada de una fuerte tormenta.
Después
de besar a mi madre, me di la vuelta para caminar hasta mi cama. Apenas di tres
pasos cuando de repente todo quedó a oscuras. Mi hermana gritó y mi papá le riñó.
Yo me quedé de pie, en el centro del salón, tratando de ajustar la vista.
Pasaron unos segundos mientras mis padres discutían no sé qué, y mi hermana
empezó a llorar. Busqué la silueta de mi padre, o alguna lucecita que se colara
por la puerta, pero no vi nada. Batí las manos frente a mis ojos y comprobé que
hasta mi pijama amarillo había desaparecido. Escuché que mi padre me llamaba, e
intenté caminar hacia el sillón, pero ya había perdido la orientación y no supe
qué había a mi alrededor. Con las manos extendidas, di unos pasitos torpes,
como de bebé, porque sentía que ahí mismo iba a tropezar y a caer.
Con
voz irritada, mi padre me pidió que alcanzara la linterna que estaba en el
primer cajón del lado derecho del armario de cedro. Además del llanto de mi
hermana y las indicaciones sin sentido de mi padre, podía oír las pelotas de
granizo que azotaban el tejado.
Entonces
empecé a circundar las camas a paso de caracol. Me moví arrastrando los
pies, pues se me ocurrió que así sería más difícil caer. Con las palmas me
apoyé en dos colchones, y con el pie descalzo golpeé varias patas de las camas.
Busqué los cajones de la primera superficie dura que encontré, pero las cerdas
de un cepillo anunciaron que ese era el tocador. Seguí caminando, esta vez con
el hombro pegado a la pared. Después de estrellarme con una mesa de noche y con
la cama donde mi padre iba a dormir, mis dedos chocaron contra una superficie
dura, lisa y fría. Supe que era el armario porque me gustaba el olor a bosque
que despedía la madera.
Me
apresuré a abrir la puerta y a sacar la linterna que mi papá pedía a gritos, pero
por más que traté, no di con el dichoso cajón. En uno tanteé una tela fría y
tiesa, que parecía mojada; en otro recorrí las vueltas de una soga áspera y
endurecida que olía a sudor de caballo. Cuando mi papá amenazó con levantarse, me
afané a hurgar el tercer cajón. Pude sentir varios mangos, unos de metal y otros
de madera. Me raspé los dedos con la sierra afilada de un serrucho pequeño;
identifiqué la cabeza enorme de un hombresolo y también la bifurcación del
saca-clavos del martillo. Con ambas manos traté de encontrar un mango grueso y
plástico como el de la linterna de casa. Ahora solo se escuchaba el ruido de las
tuercas y tornillos que caían al piso. Yo movía las herramientas con cuidado
para que no cayeran en mis dedos, ya tallados con todo lo que había tirado. Al
fin, del fondo del cajón, logré sacar un cilindro pesado, con cabeza ancha y un
botón que parecía ser el de encendido. Después de dar un grito de gozo, prendí
la linterna, que alumbró un rincón del cuarto justo en el mismo instante en que
volvían a encenderse las luces de la habitación.
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